Se tumbó sobre
el diván y trató de relajarse respirando profundamente, pensando en recuerdos
agradables, tal y como le había recomendado el psicólogo que hiciese. Le
costaba decidirse por acudir a la consulta del especialista pero su estado
anímico había cambiado en las últimas semanas, tanto que, desde que Amelia se
marchara para siempre dejándolo en la indefensión afectiva que sufría, no había
conseguido conciliar el sueño.
-Algo ha
cambiado en mí, Doctor. Siento que no soy el mismo de antes –comenzó diciendo
Aurelio, relajado sobre el asiento alargado y mullido, con las manos
entrelazadas sobre su estómago y con la mirada puesta en el techo.
-Tengo que
confesarle que jamás imaginé la mínima posibilidad de que pudiera caer en esta
trampa afectiva, que ha dejado en mí un vacío insufrible que no me permite ni
dormir ni disfrutar de los momentos cotidianos. A pesar de que siempre tuve un
buen concepto sobre mi equilibrio mental, ahora me siento vulnerable, inseguro,
y con una falta de cariño que no consigo sustituir con nada de lo que en otro
tiempo me hacía feliz con sólo imaginarlo. La pérdida de Amelia me ha dejado
huérfano de cariño.
La primera vez
que la vi en el parque me llamó la atención por su obsesionada manera de vocear
un nombre propio, ¡Javier!, pronunciaba en voz alta la anciana una y otra vez
al tiempo que desesperadamente buscaba por todos lados, detrás de los arbustos,
de las estatuas de piedras, alrededor de la fuente central entre alegres
chorros cambiantes de agua, entre la armonía de los alegres pájaros cantarines
que entonaban su trinar ajenos al afán de la mujer.
Aquel día tuve
el pronto de irme hacia ella y preguntarle por su afanada búsqueda, por saber
quién era el tal Javier que parecía habérselo tragado la tierra. Pero una joven
señora sentada en el banco contiguo me retuvo diciéndome que no era nueva su
actitud, que siempre que la había visto por el parque fue de la misma manera,
absorbida por su demencial ímpetu. Entonces supuse que nada había que hacer por
socorrerla.
A la siguiente
vez no fue diferente. No paraba ni un solo instante de vocear el mismo nombre y
con la misma actitud nerviosa. Fue en ese día cuando me enteré de la causa que
le había provocado su desquiciado estado anímico. Era la misma mujer que días antes
me advirtiera que era normal en la anciana vocear el nombre al tiempo que
buscaba. Fue una triste historia la que me contó la joven madre mientras mecía
sin parar su carrito de bebé tomando el cálido sol de la tarde otoñal.
Que se había
vuelto loca, me dijo, que una tarde había llevado a su nieto pequeño a que
jugara en el parque con los otros niños y que en un descuido el niño
desapareció, que se esfumó como por arte de magia sin que nunca más se volviera
a saber nada de Javier. Se colocaron carteles con su rostro y un mensaje
impreso por todas partes, por todas las marquesinas de los buses, las cabinas
de teléfono, en las farolas, en los semáforos, en los escaparates de los
comercios… No hubo un lugar en toda la ciudad donde no se colocase un cartelito
de desaparecido con la imagen del niño. Pero no hubo respuesta.
Pasaron los años
y, desde entonces, la anciana no dejó ni un solo día de ir a buscar a Javier
por cada rincón del ajardinado lugar. Tanto fue así que ya ninguno de los
asiduos al parque le prestaba atención a fuerza de verla cada día con la misma exacerbación.
Ni siquiera los que no la conocían le hacían caso, que terminaban por reírse de
ella y de su desesperada búsqueda. Todo el mundo parecía haberle dado la
espalda a la triste y descorazonada anciana.
Entre la pena y
la ansiedad que transmitía la mujer decidí un día calmar su desconsuelo
haciéndome pasar por su desaparecido nieto. Sé que cometí un grave error, Doctor,
pero no supe calibrar el peligro que podía llevar tratar de darle un poco de
consuelo y cariño a la anciana. No pretendía otra cosa más que darle afecto,
ternura, sentía pena, lástima, por aquella pobre mujer.
Todo fue muy
fácil, tan obcecada estaba con la imagen del desaparecido niño que no vio a
nadie más que a su nieto cuando me miró al yo responderle. ¡Abuela, abuela!, le
contesté una de las veces que gritó su nombre. Se quedó paralizada, se acercó a
mí sin retirar su mirada de mi rostro y al acercarse tiernamente se limitó a
acariciarme la cara y darme un beso en las mejillas. Después me preguntó que
dónde estaba, que llevaba mucho tiempo buscándome desesperadamente. Yo le
respondí que había estado jugando con otros niños detrás de los arbustos y ya
no dijo nada más. Nos sentamos en un banco y se pasó toda la tarde dedicándome
toda su atención. Alisándome el pelo con las manos, acariciándome la cara,
cogiéndome las manos, colocándome bien el cuello de la camisa, contándome
cuentos… Hasta que llegó la hora de marcharnos con el sol del ocaso. Le dije
que se marchara ella, que yo iría detrás, a lo que nada objetó, sólo me pidió
que no tardara mucho, que se echaba la noche encima y esas no eran horas para
un niño en la calle.
Al día siguiente
sucedió de la misma manera, de la misma forma actué ante su desesperada llamada,
le respondí y ella racionó igualmente, no se acordaba de nada del día anterior.
Me volvió a preguntar que dónde había estado y nos volvimos a sentar en el
mismo banco…
Así pasaron días
con la seguridad en mí de que estaba siendo generoso con ella, incluso compasivo
en cierto modo. Hasta que una tarde no apareció por el parque. Estuve
esperándola en el mismo banco mientras el sol iluminaba, hasta que me dí cuenta
de que nadie más que yo quedaba en el recinto, no quedaban ni los pájaros
revoloteando buscando su rama para pasar la noche, todos se habían recogido
para dormir.
Por primera vez
me sentí preocupado por ella, por lo que le pudiera haber ocurrido, y pasé toda
la noche en vilo, pensando e imaginando en lo que le pudiera haber pasado. No
era cosa normal que se ausentase, nada para ella existía en el mundo más
importante que buscar a su desaparecido nieto.
Así pasaron
varios días, acudiendo al parque cada tarde esperando su regreso hasta que se
despedía el último rayo de sol, pero nunca más volvió. Desde aquella última
despedida mi vida se ha convertido en un sinvivir. He perdido el apetito, no
puedo dormir, y lo que es peor, creo que estoy perdiendo mi equilibrio mental.
Siento que he caído en la peor de las adicciones, mi falta de cariño me ha
sumido en la tristeza más absoluta. Estoy realmente preocupado, Doctor, y más
aún desde que hace un par de días me preguntó un amigo que si estaba bien, que si
sufría algún trastorno psíquico, yo le respondí que me encontraba
perfectamente. Fue entonces cuando me aconsejó y convenció para que viniera a
verle a usted, después de que me dijera que me había visto varias tardes por el
parque voceando el nombre de Amelia, al mismo tiempo que buscaba por cada
rincón del ajardinado lugar.
Autor y propietario de todos los derechos legales: Antonio Torres Rodríguez.